Lo primero que he aprendido durante los años que me he dedicado profesional- mente a la política es a respetarla. Y a tener un alto concepto de ella. Es una actividad imprescindible en una sociedad como la nuestra y ejercerla debe ser considerado un servicio a la comunidad. He conocido a personas honestas y capaces, con un alto sentido de la responsabilidad.
Lo malo es que corren malos tiempos para la lírica. Hay demasiados políticos que muestran actitudes y comportamientos indignos, y algunos hasta han sido cazados in fraganti reconociendo que se dedican a la política con el único fin de enriquecerse; de paso, los juzgados andan repletos de causas pendientes en las que a algunos alcaldes o concejales se les acusa de haber cometido actos ilícitos. Tal vez por todas estas razones, a la mayoría de ediles les ha abandonado la sociedad, les ha dejado solos, sometidos a los designios de un mercado cada vez más ávido y salvaje y en manos de la voracidad especulativa de quienes desean enriquecerse en una sola noche.
El capitalismo actual es más selvático que nunca. La ciudadanía se aleja de la política, por una desconfianza que en buena parte se ha ganado a pulso la mal llamada “clase política”. Pero ese alejamiento no hace sino cansar a los que se acercaron a la política con buenas intenciones y ganas de trabajar por el bien común y, paradójicamente, dar alas a aquellos que lo hicieron con las peores artes.
Si algo he visto aún más claro durante el tiempo que me he dedicado a la política es que es imprescindible la complicidad entre los sectores más sensibilizados y mejor formados de la sociedad y los políticos. Hay que renovar el contrato social, en clave de ciudadanía responsable. Es la única solución real que se me ocurre para salvaguardar los intereses de la mayoría. Hoy las grandes corporaciones económicas y financieras (cada vez más grandes, más anónimas y más depredadoras) tienen a menudo intereses opuestos, contradictorios y hasta incompatibles con los de la mayor parte de la población mundial.
Ejercer la política me ha confirmado las limitaciones de los políticos frente a otros poderes cada vez más fuertes y más alejados del interés de la mayoría. Poderes que, de un modo u otro, intentan alejar a la ciudadanía de la política. Hay una defensa del “apoliticismo”, del fin de las ideologías, que no es más que pura derecha. La derecha de siempre. La del famoso crepúsculo de las ideologías (“joven, hágame caso, no se meta en política”). Nada más lejos de la realidad. Que no hubiera ideologías en liza sólo significaría que hubiese una sola ideología: la extrema derecha, el conformismo, la entrega y la sumisión total y absoluta al poder.
Frente a esa propuesta nihilista y resignada, sólo se me ocurre una alternativa viable y medianamente optimista: política, política y más política. O lo que es lo mismo: una ciudadanía fuerte, con una educación potente, libre y plural; sensible ante las desigualdades y que acepte que hay que luchar por la igualdad de oportunidades; capaz de organizarse de forma plural y con instituciones democráticas sólidas que se sientan en condiciones de plantar cara al poder económico.
Es cierto que hoy la política atraviesa momentos de enorme desprestigio. Y que hay políticos que no merecen ostentar las responsabilidades que se les han delegado. Pero la solución no está en que los mejores huyan de la política, sino todo lo contrario, en que la sociedad tome plena consciencia de la trascendencia de la actividad política y busque la forma de que se dediquen a ella los más honestos y los mejor preparados.
Todo lo contrario de lo que escribió Raymond Chandler en “La dama del lago”: “El trabajo policial plantea un gran dilema. Como la política, más o menos. Deberían dedicarse a ello sólo los mejores hombres. Pero no tiene ningún atractivo para los mejores hombres, y por eso tenemos que trabajar con lo que encontramos… Y ya ve usted lo que encontramos”.
Este artículo lo he publicado en un excelente monográfico de la revista El Ciervo sobre política y democracia (noviembre 2007)