La semana pasada, Francesc acompañaba a su hijo Pol al colegio en moto, por la Ronda de Dalt, a velocidad lenta porque había una circulación muy densa. De repente, reventó la rueda y ambos cayeron al suelo; Pol quedó debajo de la moto, inmóvil y asustado. La furgoneta que iba detrás de ellos tuvo que frenar bruscamente. Se oyeron pitidos y protestas, pero nadie, ni uno solo de los conductores, bajó del coche a preguntar a los accidentados cómo estaban o si necesitaban ayuda. Llegó una ambulancia y más de una patrulla policial, instaron al conductor a retirar inmediatamente el vehículo de la Ronda. Y tuvo que ser él mismo quien arrastrase la moto para subirla por la rampa de salida de la Ronda, vigilando que otros coches que salían por allá no complicasen aún más las cosas a él ni a su hijo. Cuando, por fin, llegó a Urgencias, le diagnosticaron una fractura de rótula, le enyesaron la pierna y le prescribieron que no anduviera durante un par de semanas.
Esta misma mañana he asistido al concierto de bocinazos que algunos conductores han brindado a un colega a quien se le ha estropeado el coche en la calle de Aragó. Uno, de paso, le ha dedicado unos insultos. Y así es como parece que andamos, a día de hoy, la mayoría: cada uno a su bola, pendiente de lo suyo, ignorando lo que acontece a quienes se nos cruzan por delante. Por cierto... al techo no le iría nada mal una mano de pintura.