lunes, diciembre 04, 2006

La verdad sobre el buenismo granempresarial

Por Bill McKibben · · · · ·

”En el encantamiento pueril en que nos sumió la era Reagan, deseábamos fervientemente creer que algún otro, algún ejecutivo de pelo engominado, podría realizar el trabajo arduo y adulto que se necesita para resolver los problemas. Sin embargo, lo contrario es lo cierto: las corporaciones son los niños de nuestra sociedad: saben muy pocas cosas, sólo saben cómo crecer (y son muy buenas en ello), y gritan desaforadamente cuando se les ponen límites. La tarea de la política consiste en socializarlas.

Llegó la hora de (volver a) hacerlo”
El diez por ciento del léxico de un niño de dos años son nombres de marcas; cuando un niño norteamericano ingresa en la escuela, pueda ya reconocer cientos de logotipos. Disney estampa ahora sus figuras en la fruta fresca, sosteniendo –tal vez con razón— que es la única manera de que los pequeños la coman. Si tal es el mundo en el que hemos nacido, ¿a quién sorprenderá que deseemos también que las grandes corporaciones empresariales resuelvan nuestros mayores problemas? ¿No es cosa de los padres el protegernos? Y además, ¿quién, si no, dispone de capital y de poder para hacer lo que necesariamente hay que hacer, a fin de hacer frente al calentamiento global?

Cualquier indicio de que están dispuestas a hacerlo es saludado con un entusiasmo rayano en la obnubilación. Cuando John Browne, el jefe de British Petroleum, pronunció un discurso en 1997 admitiendo que, en efecto, el calentamiento global existe y afirmando que las empresas tienen que responder “a la realidad y a las inquietudes del mundo en que operamos”, la gente empezó a llamarle el “Rey Sol”!. El jefe de la Agencia Californiana de Protección Medioambiental se avilantó a decir que “este valiente paso sentará las bases para que, a escala mundial, lo emulen otras empresas”. British Petroleum encargó tejados verdes para sus estaciones de servicio, así como una ristra de anuncios pregonando su visión de un mundo “más allá del petróleo”. Y todo indica que Lord Browne era sincero: había estudiado el problema, sabía que era enorme y estaba dispuesto a alertar al resto de la industria al decirlo.

Browne no fue el único ejecutivo que pensó en voz alta sobre el modo en que las grandes corporaciones se relacionan con el resto del mundo. Sus comentarios se produjeron en el momento en que estaba a punto de estallar y entrar en la cultura empresarial convencional el debate sobre la “responsabilidad social de la empresa”, una vieja preocupación de gentes que suelen andar sin corbata. El movimiento ha dado ahora lugar a una floreciente industria de consultores y conferencias; precisamente este verano el World Business Council on Sustainable Development lanzó un manifiesto intitulado “Del desafío a la oportunidad”, pletórico de imágenes de postres horneados y de campesinos afectados por plagas, pero también de promesas de “lograr una mayor sinergia entre nuestros objetivos y los de la sociedad a la que servimos”. British Petroleum firmó el manifiesto, como todo el mundo, desde Adidas hasta Procter & Gamble.

No está mal. La cuestión es: ¿para qué sirve?
Tomemos el caso de British Petroleum. En 2004 sus ingresos procedentes de la energía solar fueron de casi 400 millones de dólares; sus ingresos totales, casi todos procedentes de los hidrocarburos, fueron de 285 mil millones de dólares. En otras palabras, las ventas de la compañía que no son petróleo representaron una sexta parte del 1%. Pero lo que sigue es peor. La desastrosa pérdida por fuga que, subitáneamente, experimentaron este verano los oleoductos de British Petroleum en Alaska resultó no ser tan subitánea. Ya en 1992, cuando un silbido despertó inquietudes sobre la posible corrosión de un oleoducto, British Petroleum replicó con un cierre empresarial que un juez federal calificó de “reminiscete de la Alemania nazi”. Por otra parte, el Wall Street Journal informa de que los reguladores federales están investigando si British Petroleum trató de influir en los precios del crudo sirviéndose de información procedente de sus oleoductos y tanques de almacenamiento de Oklahoma; en una pesquisa distinta, los investigadores están tratando de aclarar si British Petroleum manipuló los precios de la gasolina en New York Mercantile Exchange. Lo cierto es que el máximo ejecutivo de la compañía en EEUU fue copresidente de la campaña electoral de Bush en Alaska. No mucho más allá del petróleo, ésto.

No pongo en duda que empresarios con un sesgo social pueden hacer mucho bien (al menos hasta que deciden hacerse publicidad con ello o vender a una empresa más grande). Y pueden hacer bien, al mismo tiempo, al conectar con un bloque razonablemente amplio de consumidores motivados. Si necesito toallitas de papel, es estupendo que procedan de Seventh Generation. También vestiría con gusto chaquetones de Patagonia, si no fueran tan increíblemente calientes.
Pero se trata aquí de tratos individuales. Ben and Jerry no parecieron cambiar el modo como Häagen and Dazs veían el mundo. De una u otra forma, Bounty pareció dispuesta a dejar el solícito mercado de las toallitas de papel a Seventh Generation. Desde hace décadas, los medioambientalistas han citado la obra de Ray Anderson e Interface, y se trata de un gran ejemplo: pero ¿por qué no ha habido más que un Roy Anderson?

A menudo, la dificultad radica en el modelo de negocios de la compañía. Si Wal Mart decide almacenar comida orgánica o no lo hace no significa una gran diferencia, porque el problema real es el imperativo de enviar los productos a lo largo y ancho del mundo, venderlos al por mayor en los complejos que destruyen el centro de las ciudades, y empujar los precios hacia el alza de manera que no puedan prosperar ni los trabajadores ni los proveedores responsables. De hecho, la decisión de Walt Mart de vender comida orgánica significará, con un alto grado de probabilidad, que la industria se consolide en manos de unos pocos y grandes cultivadores que enviarán sus productos a miles de kilómetros, por no hablar de que las personas que ahora obtienen las ganancias de los cultivos orgánicos obtendrán salarios por debajo del nivel de pobreza, y que los contribuyentes verán incrementados sus gastos en salud. (La idea de comprar zanahorias saludables a una compañía enferma resulta chocante)

De un modo similar, el modelo de negocios puede impulsar hacia delante a las compañías, incluso teniendo en cuenta que sus ejecutivos son extremadamente descuidados con el planeta: En la década presente, Dow y Dupont han bajado sus emisiones de ozono más de un 50%, simplemente porque sus directivos han comenzado a prestar atención a los costos de la energía y a descubrir que la eficiencia les trae buenos resultados.

Entonces, resulta que no es correcto preguntar si los negocios salvarán al mundo. Lo correcto es preguntar:¿cómo podemos estructurar el mundo, de manera que los negocios también contribuyan a salvarlo? Inevitablemente, la respuesta es política.

Parte de la respuesta es la formación de una consciencia pública. No es un mero accidente que Vermont y Oregon sean el ejemplo de un buen capitalismo, puesto que en esos lugares han cambiado las actitudes, y la conciencia pesa. Muchos de nosotros hemos trabajado como locos para que la gente comprendiera la importancia de los automóviles híbridos, y la publicidad ha comenzado a rendir sus frutos, ayudada, dicho sea de paso, por el alza del precio del petróleo.
Pero lo que necesitamos con mayor urgencia es una política de otro tipo, más directa y mucho menos glamorosa. Si queremos que las compañías de energía remodelen sus presupuestos e inviertan más recursos en energía renovable y menos en hidrocarburos, el mejor modo de hacerlo es aprobar leyes que los empujen en la dirección correcta, en lugar de apelar a la conciencia de los ejecutivos. Esto es lo que ocurrió en Europa, cuando el pasado mes de agosto se impusieron regulaciones a los fabricantes de automóviles, para que bajaran en un 25% las emisiones de efecto invernadero de los vehículos. Como declaró un funcionario ante un periodista: “los fabricantes de automóviles tienen que saber que estamos observando muy de cerca la situación”, y agregó que la Comunidad Europea no “vacilará en reemplazar la zanahoria por el bastón”. En esta lógica no hay nada particularmente europeo –hay evidencia de que en los EEUU existen unos cuantos juristas gubernamentales audaces que -dada la falta de acción del gobierno federal- han comenzado a demandar por su cuenta a los grandes emisores de carbono. Es posible que no tengan éxito, pero la amenaza de una posible responsabilidad ya ha logrado que los grandes contaminadores comiencen a hablar de ofrecer una baja voluntaria de emisiones de carbono, a cambio de inmunidad legal. En un comunicado del mes de agosto, el grupo activista e inversor Ceres hizo referencia a un análisis de Goldman Sachs, quien habla de la posibilidad de que la responsabilidad por el calentamiento global pudiera ser equiparada, en escala, a la de la lluvia ácida. Este tipo de información captará de inmediato la atención de los ejecutivos.
Ayudar a los corporaciones a hacer las cosas en forma correcta mediante regulaciones –y deberíamos tener en cuenta que esto permitiría nivelar el campo de juego de tal manera, que el BP ecológico no tendría que preocuparse por el sucio ExxonMobil— no es exactamente una idea nueva. Es más o menos lo que hicimos, en el largo período desde Teddy Roosvelt y las agencias federales hasta aproximadamente los años 80.

Una de las razones de que todo eso haya cambiado ha sido el inmenso poder político de las corporaciones, poder que usan casi exclusivamente para aumentar sus propias ganancias. Pero, en algún sentido, no podemos culparlas por ello. Lo más asombroso es que hay un muy bajo nivel de oposición a la agenda de las corporaciones; cuántos de nosotros hemos aceptado el argumento ideológico que dice que en la medida en que dejemos al comercio hacer las cosas por su cuenta entonces, de manera mágica, se resolverán todos nuestros problemas. Podríamos obligar a la gran industria petrolera a recortar sus vertiginosas ganancias y a construir turbinas eólicas, pero no lo hacemos y permanecemos inactivos, como si el curso de acción obvio y necesario fuera un saqueo ilimitado.

Entender ese misterio nos retrotraería al lugar donde empezamos. En el encantamiento pueril en que nos sumió la era Reagan, deseábamos fervientemente creer que algún otro, algún ejecutivo de pelo engominado, podría realizar el trabajo arduo y adulto que se necesita para resolver los problemas. Sin embargo, lo contrario es lo cierto: las corporaciones son los niños de nuestra sociedad: saben muy pocas cosas, sólo saben cómo crecer (y son muy buenas en ello), y gritan desaforadamente cuando se les ponen límites. La tarea de la política consiste en socializarlas. Llegó la hora de (volver a) hacerlo.


Bill McKibben es un publicista norteamericano especializado en problemas económicos y medioambientales que escribe regularmente en las páginas del periódico alternativo estadounidense Mother Jones
Traducción para www.sinpermiso.info: María Julia Bertomeu

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