Las elecciones son, como dice el tópico,
la gran fiesta de la democracia. Pero que los partidos opten por llevarnos de
nuevo a unos comicios a menos de seis meses de haberse celebrado los anteriores
no es una doble fiesta, sino la expresión de un gran fracaso.
Justificarlo aduciendo que en medio año
muchos ciudadanos pueden haber cambiado de opinión obligaría a reconocer que
eso puede ocurrir siempre (y de hecho ocurre). Que las elecciones sean cada
cuatro, cinco o siete años (como pasaba hasta hace poco con las presidenciales francesas)
es una opción siempre discutible, pero una vez realizadas el resultado es una
instantánea, el reflejo de un momento único e irrepetible que podía haber sido
distinto en otras circunstancias. Lo vimos claramente en el 2004, cuando
votamos sólo dos días después de un grandioso atentado y de las burdas
manipulaciones del gobierno de turno. El momento influye. Parece que todos los
partidos han pensado en ello y han hecho sus cálculos en clave interna y de reparto
del poder, teniendo en cuenta este elemento. Creo que no han estado a la altura
de las circunstancias ni de sus responsabilidades; el momento que vivimos
merecía más consideración con la ciudadanía y más altura de miras.
Dicho lo cual, no debe verse como un
drama que volvamos a las urnas. El verdadero desastre sería que, con los nuevos
resultados en la mano, los partidos fuesen de nuevo incapaces de llegar a
acuerdos de gobierno; la diversidad tampoco es el problema.
(Artículo que publico en el número 757 de la revista El Ciervo)
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