Europa anda distraída con sus cosas; todas muy importantes y
urgentes. Mientras tanto, no muy lejos de nuestras fronteras físicas, mentales
y políticas, hay otro mundo que se descompone a mayor velocidad todavía que el
nuestro. Miles de personas llaman la puerta desesperadamente cada día para
salvar sus vidas y las de sus hijos. La fraternidad ni está ni se la espera. No
hay lugar para más gente en este otro inmenso paquebote a la deriva que es
nuestro continente.
En la televisión se suceden sin solución de continuidad las
imágenes de hoy mismo en Lampedusa o las de un puñado de cadáveres de negros
ahogados en el mar, con reportajes históricos de cuando los refugiados
españoles fueron encerrados en campos vallados en las playas de Argelès-sur-Mer
en pleno mes de febrero de 1939… o sobre el maltrato y la extinción de judíos
en los 40… o sobre los actuales guetos palestinos. La historia se repite y los
pueblos casi nunca, salvo honrosas excepciones, se sienten en condiciones de
acoger a los perseguidos. Siempre hay otras urgencias.
Hoy se habla mucho de cuotas para inmigrantes pobres que
huyen de la miseria y muy poco de cuotas de solidaridad hacia personas que son
víctimas de la violencia que genera una geografía en descomposición que hemos contribuido
a acelerar desde nuestra cómoda butaca de observadores privilegiados. En
realidad estamos llamando cuotas a nuestro propio miedo a salir de la zona de
confort. Y mientras, en cubierta, la orquesta sigue interpretando la novena
sinfonía.
(artículo que he publicado en la revista El Ciervo de julio-agosto 2015)
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