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Pasqual Maragall siempre fue
favorable a algo que ahora, de repente, parece haberse puesto de moda: confiar
en que personas que no militan en los partidos puedan hacer aportaciones tanto
o más interesantes a los equipos de gobierno o a los grupos parlamentarios que
los “militantes de escalafón”; y de paso añadir aire fresco y credibilidad a
las instituciones políticas. Una diferencia tal vez sea que hoy esta captación
de independientes la hagan los dirigentes más por obligación y contando con la
aceptación resignada de los aparatos que por convencimiento real. Maragall lo
tuvo siempre claro y lo defendió a capa y espada ante unos correligionarios que
sólo estuvieron de acuerdo mientras no tuvieron otra opción. Una de las aportaciones
de Pasqual Maragall a la política fue el convencimiento de que se estaban
generando nuevas exigencias y nuevas dinámicas y que, en consecuencia, había
que buscar otras formas y otras respuestas a los retos que se estaban
planteando. El mismo prefirió, en un momento dado, someterse con dignidad a la
ingestión de la cicuta que le habían preparado desde su propio partido, antes
que renunciar a su visión de la política y a su proyecto de ciudad y de país.
Perdió una batalla interna contra el anquilosado star system del PSC, pero el tiempo y su obstinación volvieron a
colocarle en una posición de fuerza relativa para aspirar a la presidencia de
la Generalitat. En realidad, fueron a buscarle a Roma los mismos que le habían
defenestrado, convencidos ya de que con él era posible ganar a Jordi Pujol y
sin él el pujolismo encontraría un relevo y se mantendría en el poder.
Desde esa posición, Maragall inventó
Ciutadans pel Canvi y consiguió algo inimaginable en aquel momento en
cualquier partido político al uso: de
los 50 diputados que salieron elegidos en su lista en octubre de 1999 (el mejor
resultado del PSC desde 1980 hasta hoy mismo), 15 eran independientes
procedentes de actividades y experiencias profesionales muy variadas.
No pretendo analizar en este
artículo la contribución de Ciutadans pel Canvi a una nueva visión de la
política, con un pie dentro y otro fuera de las instituciones y los partidos y
con un cumplimiento estricto del compromiso de no permanecer en el Parlament
más allá de dos legislaturas. Pero sí me parece que, visto desde la perspectiva
que da el paso del tiempo, también en este aspecto Maragall se avanzó a su
tiempo. Hoy podemos comprobar cómo algunos partidos están negociando incluso
cual de ellos podrá “apropiarse” de los
independientes supuestamente de mayor prestigio social para enriquecer su
candidatura electoral. Y ha llegado a hablarse de la posible existencia de un
“partido del president”, experimento que, si no he entendido mal, consistiría
en que la lista fuese encabezada por el líder de una coalición (y actual president) y compuesta después
únicamente (o casi) por personas ajenas al partido, en tanto que referentes sociales más o menos indiscutidos.
Salvando las distancias del momento y del objetivo último declarado para la
presentación de tal candidatura, se me antoja que en el fondo incluso esta
fórmula tiene que ver, finalmente, con la idea subyacente en la creación de
Ciutadans pel Canvi. La necesidad de superar la politiquería y la partitocracia
que tanto daño han hecho a la Política, con mayúsculas, y la implicación de
sectores de población capaces y preparados para echar una mano, en un momento
trascendente, a una clase política que no ha hecho más que enredarse en una gran maraña.
De alguna manera, hasta la aparición
y el previsible auge de partidos “de la gente” que se enfrentan a “la casta”
tiene algo que ver con aquella visión maragalliana de la política. Es un
fenómeno que los propios partidos políticos podían haber evitado si hubiesen
estado más atentos a aquellas premoniciones y si hubiesen actuado con más
inteligencia y sensibilidad ante lo que estaba ocurriendo a su alrededor; y si
hubiesen comprendido que era necesario reformarse y modificar algunas reglas
del sistema para hacerlo más abierto, más transparente y más democrático. Se habrían hecho un favor a sí mismos y, por
supuesto, a todos los demás, ahorrándonos de paso el bochorno de que se
hicieran evidentes algunas indecencias.
Debe aclararse, sin embargo, que entre
la propuesta “maragalliana” de “desprofesionalizar” en parte la política y
reforzar al mismo tiempo las instituciones con personas independientes con un determinado
bagaje profesional, y la pretensión actual de algunos de dejarla sólo o
principalmente en manos de activistas, puede mediar un trecho. Y más si el
experimento aparece de repente y no puede garantizar una mínima cohesión
interna por falta del necesario debate, ni la puesta en orden de las ideas y
programas ni el mínimo recorrido en común necesario. Y las prisas, por regla general,
suelen jugar malas pasadas cuando se trata de llevar a cabo alguna acción
realmente importante.
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