Vivimos cada vez más en la sociedad del low cost. Y todavía hay muchos que se alegran de ello, sin pensar en las nefastas secuelas del asunto. Una de ellas, la instauración de una cultura que también es de gama baja y con pocas pretensiones. Una cultura que es, como casi todo, de usar y tirar. Lo importante, ahora, es el espectáculo; la forma, más que el contenido. Nos alegramos de que las rebajas y las oportunidades duren todo el año. O de poder volar en low cost en condiciones cada vez más penosas. O de consumir ocio y cultura sin pagar nada a cambio. O de que haya tiendas de comestibles abiertas a todas horas. O de que las calles anden plagadas de bazares donde comprar productos que no necesitamos a precios irrisorios. Pero el resultado más evidente de este modelo de rebaja permanente, la otra cara de la moneda, es que lo que de verdad está cada vez más rebajado es el poder adquisitivo y la calidad de vida. Muchas empresas despiden o prejubilan a los trabajadores mejor pagados y contratan a jóvenes más preparados por menos dinero y con más precariedad. No protestan, porque se han resignado a vivir de otra forma. Hay poco compromiso político y sindical y la competencia es tan dura que cada cual va a lo suyo. Se vive al día, buscando el lado positivo de esta forma de vida.
El gran sueño de varias generaciones fue creer que conseguiríamos algún día que en el tercer mundo la gente llegase a vivir como se hacía en el primero. Sin embargo, estamos a punto de lograr justamente lo contrario: que en los países más desarrollados las condiciones de vida se parezcan cada vez más a las de los países llamados emergentes. Antes, el modelo era Hollywood; ahora parece que no hay más remedio que parecerse a China. La China que ignora y desprecia los derechos humanos, la que contamina más que nadie. El lugar en cuyas fábricas hay madres que trabajan doce o más horas al día frente a una máquina, mientras sus hijos corretean a su alrededor. Las camisetas o los pantalones que producen estas desdichadas mujeres cuestan aquí entre uno y diez euros, aun cuando hayan sido facturados a tanta distancia. Decía Oscar Wilde que “un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y no da valor a nada”. ¿No nos estaremos volviendo todos un poco cínicos?
(Lo he publicado en El Periódico el 14/12/09)
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