Si me
siento amenazado por un desgraciado en plena calle, o éste ha hecho amago de
agredir sexualmente a mi hija o si me roba a punta de navaja, exijo que sea
retirado de circulación inmediatamente, sin contemplaciones. Pero todos sabemos
que existen otros ilícitos civiles o penales, igualmente lesivos o más para el
conjunto de la sociedad, pero aparentemente menos violentos. Suelen dirimirse con
menos contundencia y tardan años en resolverse en los tribunales.
Sea como
fuere, hablemos de ricos o de pobres, la percepción más generalizada es que en
España la Justicia es imprevisible, caprichosa, clasista y exasperantemente
lenta. Todo lo contrario de lo que, sobre el papel, debería ser: libre de
prejuicios, no clasista, independiente, equitativa y, por encima de todo,
rápida. Me temo que en nuestro país no ha habido un interés real por parte de
las clases dirigentes en tener una administración de justicia ágil y moderna; y
así nos luce el pelo.
En los
últimos años, he tenido la responsabilidad de ejercer como administrador
judicial en un caso que estaba en manos de la Audiencia Nacional. Dejo para
otra ocasión el análisis de la confusa e insuficiente regulación en España de
la figura de la administración judicial, digna, en mi opinión, de un estudio
monográfico muy profundo, que analice la indefensión y la debilidad en las que
pueden llegar a encontrarse los administradores.
La
experiencia me ha servido para conocer desde dentro una de las instituciones
judiciales supuestamente más relevantes del país. Y el resultado ha sido
sobrecogedor. En primer lugar, por las condiciones físicas de la propia
Audiencia Nacional. Edificio en un lamentable estado de conservación, que se ha quedado pequeño para las funciones que se
le han encomendado; pasillos repletos de expedientes en las estanterías y en
los suelos, donde los detenidos pueden permanecer esposados al lado de unos
policías y de otros visitantes, incluso testigos. Despachos de dimensiones
reducidas donde trabaja un montón de funcionarios, rodeados literalmente por
papeles y expedientes, en las mesas, en el suelo, en las paredes… Con el paso
del tiempo y a medida que aumenta la confianza con los oficiales y los
administrativos, uno se da cuenta de que cada uno de ellos lleva entre manos
una cantidad ingente de casos, algunos de ellos con muchos años de antigüedad. Entrar
en ciertos juzgados en España es retroceder un siglo, por lo menos.
Es
evidente que todo eso no ocurre porque sí. La excusa, ahora, es la crisis.
Pero, del mismo modo como los recortes en los servicios públicos de salud y de
educación ya estaban concebidos por lo menos desde los años ochenta, también la
endémica falta de inversión en la administración de justicia en nuestro país es
fruto de una determinación política tajante. Ha faltado inversión en edificios,
en tecnología y en medios materiales, hay déficit de formación específica para
que los jueces, los fiscales y sus asistentes estén realmente capacitados para
plantar cara a determinados delitos económicos y financieros, o para hacer
frente al crimen organizado en igualdad de condiciones.
Si
volvemos al caso por el que hube de actuar como administrador judicial, lo que
resulta de aquello es lo siguiente: decenas de millones de euros a los que se
les perdió la pista; unos imputados defendiéndose con todos los medios
materiales a su alcance y con los mejores y más caros abogados; utilización
interesada (y exitosa) de medios de comunicación a favor de sí mismos y contra
los administradores judiciales y, como siempre, el tiempo (mucho, demasiado)
jugando a su favor… Enfrente, esa escasez de medios materiales que ya he
descrito; un juez sustituto pluriocupado en un montón de procesos, a cuál más
mediático o más politizado; un ministerio fiscal que se querella para acabar
solicitando (¡9 años más tarde!) el archivo del caso; algunos plazos vencidos;
tribunales y gobiernos extranjeros poco proclives a colaborar con las
autoridades españolas y autoridades españolas enormemente perezosas… En la
práctica, la coordinación real del
proceso estaba en manos de un auxiliar de la escala C que, mientras tanto,
preparaba oposiciones… Y los administradores judiciales, cada vez más perplejos
a resultas del desarrollo de la instrucción.
¿Y el
resultado?, se preguntará el lector. A la vista de todo cuanto estamos viendo
en nuestros días, puede uno hacerse una idea de cuál ha sido el final de la
historia: se ha perdido el rastro del dinero y la justicia no ha sido capaz de
dar con su paradero…
(Artículo que he publicado en El Ciervo de julio-agosto 2013)